Joyería tradicional

Guanajuato, Gto.

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Alfonso Morales Lugo nació en la ciudad de Guanajuato el año de 1941. Su padre, don Juan Morales Pérez, se había dedicado a oficios como la panadería, carpintería, escultura, pintura, fotografía, entre otras actividades, pero finalmente se dedicó a la joyería. En 1945 don Juan compró una casa en la calle de Cinco Señores, donde desarrolló el oficio hasta 1958, año en que quebró el taller, y no sólo eso, la familia empezó a deambular por varias casas de la ciudad, casi siempre rentando, pero dedicados a la joyería.

En 1951, cuando don Alfonso tenía diez años empezó a apoyar a su padre en el taller, desempeñando actividades aparentemente sencillas, como darle vuelta al maneral del ventilador de la forja, limar las puntas de los arillos de los aretes, y después soldar algún detalle, fundir una pieza e incluso vaciar metales. Para ese tiempo recuerda tres talleres, el de Petronilo Vázquez, el de Rodrigo Mendoza y el de su padre, que de los tres era el que se dedicaba a trabajar casi exclusivamente la joyería de pajaritos. La actividad de joyería la acompañaba con la escuela, pero en 1956, a la edad de quince años, se dedicó exclusivamente al oficio de joyero prevaleciendo hasta la actualidad sin interrupciones.

En los últimos años de la década de 1950 al parecer las cosas ya no iban muy bien en el taller de su padre, algunos de sus empleados más destacados empezaron a trabajar en los otros lugares, incluido su hijo, quien en 1957  estaba trabajando en “El Zafiro”, taller de Petronilo Vázquez. Al año siguiente, don Juan vendió la casa de Cinco Señores y con ella el taller desapareció, siendo el primero de los tres en padecer “la maldición del joyero” como dice don Alfonso, después de ser de los más prósperos de la ciudad. Bien pronto la señora Elena Escurdia, dueña de la cerámica Dosa, contrató a don Juan y le puso un taller de joyería, donde estuvieron trabajando alrededor de dos años. En ese entonces, ya con veinte años encima, don Alfonso desarrollaba el oficio con cierta maestría.

En 1961 estuvieron trabajando en el taller de Rodrigo Mendoza, donde propiamente ya armaba una pieza completa de pajaritos, importante para ser joyero. Al año siguiente un amigo puso a su padre un taller en la calle de Tepetapa, pero en ese mismo año se cerró. En ese entonces don Alfonso ya contaba con veintidós años de edad, no sabemos si ya se había casado, sin embargo, estaba pensando en independizarse de la tutela de su padre, quien hasta ese momento se había encargado de conseguirle trabajo con sus amigos y conocidos del gremio. Decidió instalar su propio taller en la casa donde vivían, en el callejón de Patrocinio; y poco después en el callejón de la Luz. A su padre, le reconocía su aprendizaje y su tesón por el oficio: “a mí realmente lo que me enseñó [mi padre] es lo que me hizo gente, la herramienta esa la consigue uno, pero a mí lo que realmente me enseñó fue a trabajar. Él era muy estricto, muy dedicado a su trabajo”. El reconocimiento y admiración por su padre los tuvo siempre presentes, sin embargo, comprendía que había que separarse de él y así lo hizo. 

“En Terremoto fue donde tuve mi época”: Don Alfonso y su taller.

Después de andar rentando para allá y para acá, en 1965 la familia se estableció en Terremoto número veinte, frente a la Capilla de los Atribulados, en el corazón de la ciudad de Guanajuato. Don Alfonso ya contaba con veinticuatro años de edad cuando instaló su taller en un tejabancito que estaba en la casa. A partir de ese momento es Alfonso y su taller, donde estuvo trabajando alrededor de quince años, hasta 1979, año en que vino el Papa, recuerda. Pero ¿cómo inició su taller? Veamos.

A lo largo de casi quince años de trabajar al lado de su padre, aprendió no sólo el oficio, sino de clientes y joyeros. J. Dolores Sandoval Alfaro, conocido como “Lolo”, había trabajado como operario en el taller de su padre en la década de los cincuenta, años en los que el taller tenía entre seis y ocho trabajadores. En los primeros años de los sesenta, cuando vivían en El callejón de Patrocinio, Lolo, que ya era maestro, solicitó trabajo a Alfonso, pero se negó en un primer momento porque no podría pagarle, pero ante la insistencia de Lolo, aceptó, y le empezó pagando diez pesos. Lolo llevó a su amigo Manuel, y entre los tres iniciaron la aventura. Cuando se cambiaron al callejón de la Luz, trabajaban los tres, junto con don Juan Morales, pero en 1965, instalados en Terremoto, el taller ya estaba completamente bajo la dirección de don Alfonso: “ahí ya fue donde yo tuve mi taller”.

Durante los quince años que estuvo el taller en Terremoto llegaron a solicitar trabajo varias personas. El primero que llegó fue  Rafael Vázquez; éste llevó a un muchacho que se llamaba Pablo Garnica, quien a su vez llevó a Juan Salazar y a sus hermanos Manuel y Salvador, entre otros. Estuvieron también antiguos trabajadores de su padre, además de Lolo, como Epifanio Sánchez y Domingo Salazar. A partir de lo anterior, descubrimos que el pertenecer al taller y por tanto el gremio de los joyeros tenía que ver más allá que con el simple deseo de trabajar o aprender el oficio. Para empezar, Alfonso se convirtió en el heredero directo de su padre, que con su trabajo adquirió el reconocimiento como uno de los mejores joyeros de la ciudad. Seguimos, este reconocimiento adquirido por el padre, permitió a Alfonso atraerse a antiguos trabajadores ya convertidos en maestros, lo que de cierta manera aseguraba el éxito de la nueva empresa. Por último, las nuevas generaciones que se integraron al taller, llegaron por recomendación de los primeros, no dudo que hubo quienes llegaron por su propio interés, pero se observa en general una especie de cadena que se fue armando por las recomendaciones que iban haciendo los antiguos a los que se integraron después.

Las relaciones que el padre había entablado con clientes facilitaron el éxito del taller. Las hermanas Bertha, Guadalupe y Celina Frausto, que tenían una tienda de joyería en la Plaza de la Paz, habían sido clientas de su padre, y cuando instaló su taller, seguramente por el simple hecho de ser hijo de don Juan y porque sabían que había aprendido bien el oficio, no fue difícil que ellas acudieran a solicitarle trabajo. En los años que estuvo trabajando en la cerámica Dosa con la señora Elena Escurdia, ésta lo reconoció como buen joyero: “…cuando me vio ya trabajar, dice: ¡Ay, zapatero a tus zapatos”, vedá, pos como me vio que yo ya con facilidad, vamos a decir, ya desarrollaba lo que se necesitaba en la joyería”. Estuvo trabajando también para la señora Santibáñez, que al igual que las Frausto, tenía una tienda en La Plaza de la Paz, entre varios clientes más.

Algo bien interesante, es que las relaciones laborales eran cordiales. Eran alrededor de diez trabajadores “[…] pero todos trabajábamos muy bien gracias a Dios […] Bueno, es que yo, por ejemplo en un principio, les pagaba por día, pos ya le decía a uno: pos tú vacía, tú lima, tú has esto, en fin vedá. Pero ya después […] por ejemplo, cuando llegaban pos yo estaba trabajando, se iban y yo seguía trabajando, yo dije: qué negocio, pos yo nomás estoy aquí, y no, ya luego les pagué por lo que hicieran, o sea que ya todos propiamente ya se habían desarrollado, y ya les dije: pos tú has aretes, tú has prendedores, tú equis cosa, y así trabajábamos, como quien dice, hubo especialidades, vedá, ey, pero todos se enseñaron bien”. Lolo y Francisco Castillo eran especialista en hacer prendedores, el más laborioso de todos los trabajos, mientras que otros se especializaron en hacer aretes, otros en collares, etc., lo que no significaba que sólo supieran hacer determinadas cosas, simplemente tenían más práctica en hacerlas.

En el testimonio de don Alfonso se aprecia el respeto que tenía, principalmente a los que eran maestros y sus compadres. J. Dolores Sandoval o Lolo, fue el que le enseñó el último proceso de la joyería de pajaritos, esto es, el ensamblado del ramo con la base; fue su primer trabajador; después su compadre, y al parecer su empleado, o mejor dicho, compañero de trabajo más cercano: era el que se encargaba de los pedidos de joyería: “Lolo, como te digo, era el que me decía que quieren esto, me ponía a hacerlo, y así por el estilo”.

No sabemos con exactitud las razones por las que terminó o dejó de funcionar el taller, pero podemos aducir dos razones como fundamentales: su cambio de residencia al domicilio actual en el Cerro de los Leones, y la salida paulatina de sus trabajadores que iban en busca de nuevas experiencias en otros talleres así como la instalación de los propios.   

“A mí me gusta enseñar”. Transmisión de la tradición.

Don Alfonso fue el único hijo varón de cinco hermanos, es decir, cuatro eran mujeres. Ellas se dedicaron propiamente a las actividades del hogar, por lo que el único que siguió con la tradición fue don Alfonso. Éste tuvo dos hijos, Juan Carlos y José Antonio, que algo aprendieron, principalmente el mayor, pero no tuvieron el interés por seguir la tradición. Juan Carlos, puso una librería, mientras que José Antonio estudió geología y trabaja en una compañía minera en Zacatecas: “no se arraigaron en el taller”. Varios sobrinos estuvieron trabajando con él, se enseñaron bien, pero ninguno se dedicó al oficio: unos son maestros, otros trabajan en oficina y otros más aquí y allá.

Por su parte, su esposa Francisca, siempre le ha ayudado en el taller principalmente desde que se mudó a su domicilio actual en el Cerro de los Leones: “yo moldeaba las piezas en la tierra que había que vaciar, y Francisca hecha la mocha ahí fundiendo y ella vaciaba… luego también pulía y cosas así… siempre me ha ayudado”. La única de la familia. A pesar de todo, la tradición no se ha perdido porque a don Alfonso le ha gustado enseñarla, y una parte importante de sus alumnos, unos ya fallecidos, continuaron o continúan con la tradición. Su satisfacción es que todos se enseñaron bien, que han ganado reconocimientos en los concursos que se han realizado sobre joyería, y sobretodo que continúan con sus talleres: “Del taller que yo tuve han salido los mejores de aquí de Guanajuato”. 

Setenta años yo los he vivido en el taller: Don Alfonso en la actualidad

Al finalizar la década de 1970 don Alfonso dejó su taller del Terremoto, y se fue al Cerro de los Leones, donde sigue practicando su oficio. Ahí todavía estuvieron dos o tres trabajadores que aprendieron a trabajar, sin embargo, ya no tuvo el auge que había tenido en Terremoto. A pesar de que el turismo en Guanajuato sigue siendo preponderante en la ciudad, los joyeros tradicionales como don Alfonso han bajado sus ventas, más no la calidad de sus productos, que se han visto afectados por la invasión de joyería más barata pero también de ínfima calidad. A pesar de que él reconoce sus errores y la tragedia de su pasado en el trabajo, sigue optimista porque sabe que trabajo siempre hay, y no sólo eso, que  lo elabora con el mismo amor y tesón que lo ha caracterizado toda su vida: sus setenta años dedicados al oficio.

 

 

 

 

 

 

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